Me gusta andar por las
calles de esta ciudad sin nombre cuando cae el sol y son doradas. Soy un
desconocido entre desconocidos, y todos somos paseantes inciertos en un mundo
no menos incierto.
¿A dónde vamos?
Probablemente ninguno lo sepamos. Quizá acabemos en alguna habitación de hotel,
o tocando el acordeón en cualquier esquina, o tomando un café en alguna
plazuela anónima, o leyendo alguna novela indefinida en algún parque perdido.
Aquella chica que viene
por allá quizá venga de alguna tienda de ropa, o de casa de su madre, que le ha
hecho la comida, o de la facultad de estudiar quién sabe qué carrera. Aquél
señor que se apoya elegantemente en su bastón quizá venga de alguna reunión
importante, o quizá espere a un amigo para ir a dar de comer a las palomas, o
vaya a darle una sorpresa a su mujer en su cincuenta aniversario de bodas. El
niño que baja en bicicleta temerariamente por la calle tal vez venga del
colegio, o de un repaso, y quizá vaya a casa a hacer los deberes, o al quiosco
a comprarse cromos…
Y al pasar por delante
del espejo de aquella tienda me vi y me pregunté de dónde venía yo y adónde
iba. En realidad, la triste habitación en la que duermo no es mi hogar, ni esta
ciudad la mía, y ando como una especie de alma en pena buscando sin saber dónde
no sé qué cosa que se parece a la felicidad.
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